- Samuel Prieto Rodríguez
El factor China

China lleva años en el centro de la atención y también en el ojo del huracán. Ahí se dio el primer brote del aterrador Severe Acute Respiratory Syndrome Coronavirus 2 (SARS-CoV-2) y su temible consecuencia, la Coronavirus Disease 2019 (COVID-19).
Antes de eso, desde marzo de 2018, tuvo que enfrentar el inicio de una guerra comercial con Estados Unidos porque Donald John Trump impuso aranceles por 50 mil millones de dólares a los productos chinos con el argumento de un vasto historial de prácticas desleales de comercio y robo de propiedad intelectual. Como respuesta, el país asiático gravó de la misma manera a 128 productos del norteamericano, sobre todo a la soja que es su principal exportación hacia allá.
Desde entonces, la guerra comercial ha tomado varios giros y pasado por múltiples puntos climáticos. Conociendo el estilo político de Trump, de repente parece ser otro de sus múltiples berrinches y baladronadas pero, la verdad, este caso es bastante más complejo que eso y tiene que ver hasta con el declive de una potencia mundial y el surgimiento de su sucesora.

Revisemos la historia reciente, digamos, la década terminada hace pocos meses. No mucho antes de esos años, el país más poblado del planeta estaba hundido en la pobreza, encerrado en sí mismo y sin un porvenir prometedor. Cuando decidió cambiar su destino, la política y los derechos civiles no se abrieron pero sí la economía. Los chinos se industrializaron, comenzaron a maquilar y a fabricar versiones baratas de todo cuanto llegaba a sus manos, con las que inundaron el mercado internacional. En ese punto, sus productos eran vistos por el resto del orbe como una ternurita casi inofensiva, pero el paso rápido del tiempo demostró no era más que el primer paso de un proyecto mucho más ambicioso.
Se trataba de un proceso muy pragmático y estratégico de aprendizaje tras el que decidieron que era tiempo de dominar al mundo.
La primera gran paradoja es que los sucesos que hicieron posible que la tecnología y las redes se volvieran accesibles para las mayorías en la Tierra, pasaron en una nación donde la democracia no es parte de la vida política y la censura es una práctica tan arraigada que sus excesos están normalizados al punto de que los ciudadanos ya ni siquiera notan la ausencia de varias de sus libertades fundamentales.
La década de 2010 inició con la revelación de un ataque certero y estratégico, como de película de intriga y conspiración, que había vulnerado al buscador de internet más popular del planeta. Los servidores de Google habían sido invadidos e infectados por Hydraq, un poderoso troyano que llegó de la manera más rutinaria y usual: mediante archivos adjuntos en correos electrónicos enviados a un grupo muy selecto de empleados con acceso a los nodos clave y a las redes más vitales de la empresa estadounidense en China. Para lograr su objetivo, los hackers se aseguraron de que los correos fueran absolutamente verosímiles, con asuntos y textos similares a los que reciben continuamente en un día normal de trabajo. Sabían perfectamente a quién estaban atacando, qué puertas tenían que forzar y cómo robar información secreta, en secreto.

En el calendario político estadounidense, el demócrata Barack Hussein Obama II estaba terminando apenas el primero de los ocho años que duraría en la Casa Blanca. Después se dijo que el ataque había sido mucho más grande, dirigido también a por lo menos otras 33 compañías, muchas de ellas vitales para la seguridad nacional norteamericana, como el poderoso gigante Dow Chemical, proveedor de diversos productos de uso militar al Pentágono, o la compañía aeroespacial Northrop Grumman, fabricante de los caza bombarderos B-2 Spirit.
Rob Knake, analista de ciberseguridad en el Consejo de Relaciones Internacionales de Washington, dijo entonces: "El Gobierno chino dispone de todas las capacidades necesarias para armar una operación a esta escala, de eso no hay duda, aunque todo sean, de momento, suposiciones. Y cuenta con los recursos humanos y la disciplina necesaria para ejecutarlo, algo que no podría hacer una organización privada. Esto demuestra cómo puede estar efectuándose el espionaje entre naciones. Se trata de operaciones realizadas a través de la red, con un costo muy bajo para quienes las hacen y, si salen bien, beneficios muy altos".
La versión estadounidense era que se trataba de mucho más que el caso de espionaje industrial más grande de la historia. La secretaria de Estado en ese entonces, Hillary Diane Rodham Clinton, envió una nota diplomática con tono bastante enérgico al gobierno Chino. La segunda gran paradoja: el país más metiche del mundo, el invasor, el constructor de dictaduras y democracias según conveniencia, el comal, regañando a la olla.
El asunto no era nada simple porque numéricamente el mercado chino parecía ser el más apetitoso del planeta dado que su comunidad de internautas alcanzaba ya los 380 millones frente a algo más de 220 millones que había en Estados Unidos. Aun así, Google decidió sacar su buscador del país asiático aunque en realidad no fue por el escándalo sino porque tenía que operar con una versión plagada de restricciones y censura, lo que reducía tanto sus ganancias que estaban muy lejos de reflejar el número de usuarios en proporción con los de su país de origen.
Tan es así que no se fue del todo. Su sistema operativo para dispositivos móviles, Android, se quedó en ese mercado junto con toda su plataforma de apps y otros productos con versiones ajustadas a las restricciones del régimen de Beijing. El interés tiene pies... y cerebro también. Incluso los del buscador fueron ingresos jugosos que no tendrían por qué haberse perdido, así que en los años posteriores hubo varios intentos por regresar, como el de 2018 con el proyecto denominado Dragonfly, aunque ninguno se concretó.
¿Representó eso desventajas para China? De ninguna manera. Lo único que demostraron las jugadas fue que Estados Unidos no había aprendido nada sobre la mentalidad del gigante asiático. Justamente la salida del buscador de Google de su territorio fue el punto de quiebre para que desarrollara su propia versión cerrada de la web.

Ya con su internet cerrado, a China no entran las grandes tecnológicas occidentales aunque eso no significa que los chinos no tengan su propio universo de redes sociales, servicios de streaming y comercio electrónico. Ahí hay Renren, con una interfase muy similar a la de Facebook, bastante popular entre los estudiantes universitarios. Wechat es el equivalente de WhatsApp aunque en realidad es mucho más completo porque además de mensajería instantánea incluye servicios más integrales de social media y pagos móviles. El espejo de Twitter se llama Weibo, tiene características prácticamente idénticas y es uno de los más populares. Los chinos tienen muchas redes sociales más. Queda claro que son tremendamente ingeniosos y curiosamente la censura es un motivo para que tengan que reinventarse constantemente aun cuando no la nombran porque hasta eso está censurado. El término que utilizan es He Xie, que se refiere a sociedad armoniosa, concepto político creado por Hu Jintao, quien gobernó al país de 2002 a 2012.
NetEase y QQ Music son algunos de los servicios digitales de música. En cuanto a video en streamig de paga, el Netflix chino pues, se llama iQIYI y es tan grande y apetitoso para los inversionistas que, al igual que el gigante del comercio electrónico, Ali Baba, cotiza en la Bolsa de Valores de Nueva York.

El hardware chino es todo otro asunto. Aun con el pesar de gigantes como el estadounidense Apple o el surcoreano Samsung, las copias chinas que en un principio causaban risa, ternura o lástima por sencillas y burdas, fueron evolucionando rápidamente hasta ser altamente competitivas, no solo por su precio mucho menor sino por su alta calidad, lo que se convirtió en el factor definitivo para que la tecnología dejara de estar reservada para la crema y nata del mundo y se convirtiera en algo común incluso entre las clases menos favorecidas.
Ese fue uno de los factores que motivaron la ojeriza comercial actual de Estados Unidos. El 1 de diciembre de 2018 la directora financiera de Huawei, Meng Wanzhou, también hija del fundador de la compañía, Ren Zhengfei, fue aprehendida en Vancouver, Canadá, mientras cambiaba de vuelo en el aeropuerto, a petición del FBI. La acusación específica contra ella, fraude por violar el bloqueo económico estadounidense contra Irán. Pero el arresto reencendió también la discusión sobre el presunto involucramiento de Huawei en el espionaje del gobierno chino a Google y a otras compañías y sistemas vitales para la seguridad nacional del país norteamericano.

La primera etapa de la audiencia de extradición comenzó el 20 de enero de 2020. Para el 13 de febrero, el Departamento de Justicia de Estados Unidos presentó formalmente cargos de robo de secretos comerciales contra ella. De ser condenada, enfrentaría hasta 10 años de prisión más los que se agreguen por la imputación original de violar el bloqueo contra Irán.
Huawei es mucho más que versiones chinas de teléfonos móviles de última generación. A estas alturas ya es la empresa global con mayores avances científicos y tecnológicos en la creación de redes 5G y su potenciación, además de desarrollos innovadores en áreas tan estratégicas como convergencia, inteligencia artificial, internet de las cosas, realidad virtual, servicios en la nube y muchas otras.
Uno de los capítulos más recientes del pleito confirma que si algo sigue sin entender Estados Unidos, es que lo de China es crecerse al castigo. Desde antes de que Donald Trump iniciara su guerra comercial feroz incluyendo la prohibición, aunque mañosamente pospuesta varias veces, a las tecnológicas de hacer negocios con Huawei, el gigante asiático ya había previsto la situación y ha estado desarrollando su propio sistema operativo, HarmonyOS, con todo y su universo de aplicaciones, utilidades y servicios, suficientemente robusto para mandar muy lejos a Android.

Ante ese revés, el siguiente golpe norteamericano es vía silicio. El pasado 15 de mayo prohibió a todos los fabricantes de chips que utilicen equipos estadounidenses en sus líneas de producción que vendan sus circuitos integrados a Huawei, su filial HiSilicon o cualquier otra de sus afiliadas a menos que obtengan un permiso del Departamento de Comercio. La disposición todavía tiene varias brechas legales que la administración Trump está buscando la manera de cerrar, claro, en la medida en que sea realmente conveniente. Al final del día, la prohibición afecta a una cadena de suministros enorme y deja sin facturar muchos miles de millones de dólares.
Queda claro, la fórmula no es bloquear a China porque tiene todo lo necesario para suplir lo que no le llegue. Las mayores reservas de silicio en el planeta, dinero e ingeniería, robada por espionaje o desarrollada en casa. La empresa local Semiconductor Manufacturing International Corporation (SMIC) ya está fabricando los nuevos microprocesadores Kirin 710A para smartphone, con arquitectura de procesos de 14 nanómetros, que son cien por ciento ‘made in China’.

¿Cómo pueden desarrollar un producto de alta tecnología y fabricarlo a escala masiva tan rápido? La respuesta es tan fácil de decir como compleja en la práctica: son muy previsores. No van uno sino varios pasos más adelante que su adversario.
Huawei, por ejemplo, tiene desde hace tiempo hasta su propia universidad. Las 40 aulas, por cierto, estuvieron cerradas desde enero por la cuarentena del SARS-Cov-2 pero fueron reabiertas en mayo y están formando a los científicos, ingenieros y demás profesionistas altamente especializados que necesitan para desarrollar toda esa tecnología y la del futuro. Sus clases van desde las materias más avanzadas y actualizadas en su campo hasta manejo del estrés que causan los ataques continuos de Estados Unidos a la compañía y los momentos de incertidumbre que ocasionan.

El factor China no es un asunto menor. De hecho, lo que estamos viendo es la caída de un imperio y el surgimiento de otro.